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Escuché eso de que Robert Johnson había muerto como a principios del otoño del ’38, creo… En realidad, había escuchado tantas veces que Robert Johnson había muerto que ya ni prestaba atención a los rumores ¿sabe?: enfermo de los pulmones, o por la sífilis, o en una pelea de bar… Siempre lo mismo, y siempre acababa apareciendo, tarde o temprano, vivito y coleando, como se suele decir… Pero parecía que aquella vez, la del otoño del ’38, iba en serio…

Me lo contó Sonny Boy Williamson. Él tocó con Robert aquella noche en aquel tugurio cerca de Greenwood, Misisipi. Alguien hizo llegar a los músicos una botella abierta. Nunca hay que beber de una botella abierta, ¿sabe? Puede llevar cualquier cosa. Así que Sonny Boy se la quitó de las manos a Robert y la estrelló contra el suelo. “Como vuelvas a hacer eso te mato”, le dijo Robert a Sonny, y cuando llegó la segunda botella, claro, nadie impidió que se la bebiera.

Robert se empezó a encontrar mal a mitad del concierto, me contó Sonny Boy. Parece que el maldito dueño del local le había echado estricticina al whisky. No hay nada peor que un marido celoso, y Robert no se cortaba un pelo coqueteando con las mujeres de otros ¿sabe? Robert ni siquiera acabó la actuación, se marchó del local, aunque no tardaron en encontrarle en mitad de la calle, inconsciente. Aún así, el veneno no le mató, pero parece que sí lo hizo una neumonía que agarró poco después, cuando todavía estaba casi sin fuerzas.

Eso es lo que me contó Sonny Boy Williamson, señor. Así me enteré de que Robert Johnson había muerto en algún lugar cerca de Greenwood, en agosto del ‘38, con apenas 27 años…

Pero, la verdad, yo tengo mis dudas… ¿Tiene un cigarrillo? ¿No? Lástima…

Yo acompañé a Robert Johnson hasta aquel cruce de caminos ¿sabe? Me quedé atrás, mientras él hablaba con aquel hombre vestido de azul. Sé que es difícil de creer, con todo lo que se ha escrito después sobre Robert y todo eso, y que no se sepa algo así, ¿verdad? Pero nunca se lo dije a nadie. Tampoco nadie me hubiera creído. Pero me hago viejo, y creo que empiezo a comprender las cosas. Yo se lo cuento. Usted verá qué hace con todo esto…

 

Yo acompañé a Robert Johnson aquella noche, le digo. No alcancé a oír lo que hablaba con el hombre de azul, pero le escuché cantar después, casi aullando a la luna, cuando el otro ya se había ido. No sé si vendió su alma al diablo, como cuentan que hizo. Yo al menos sí lo hubiera hecho, vender el alma al diablo, digo, a cambio de cantar y tocar así. Pero yo no creo en el diablo ¿sabe? Como aquel viejo loco de Son House, que dejó el blues y se escondió durante treinta años, por miedo a que la muerte fuera a por él por tocar música prohibida. No. Yo no creo en el diablo. Creo que el diablo somos nosotros mismos. No sé quién era el tipo de azul, ni qué hablaron aquella noche, pero, en todo caso, si Robert Johnson perdió su alma no fue por venderla al diablo. Se la dio al blues. En mano. Y no pidió nada a cambio. Creo que eso es lo que provocaba ese escalofrío al escucharle. Había cruzado la línea. Él mismo se había hecho blues. Y cómo va a morir el blues.

El blues es sobrevivir a la muerte ¿sabe? Es cantar desde un pozo sin fondo. Agarrarse a las canciones como si te fuera la vida en ello. Y a veces te va. El blues, señor, es un barco de esclavos cruzando el océano; un campo de algodón en Alabama; los amigos colgando de los árboles allá en el sur. El blues es una jornada de trabajo tras otra en las fábricas de Chicago o Detroit; un gueto en Los Ángeles o en Nueva York; las palizas de la policía; el crack en los barrios más pobres del país más rico del mundo. El blues, señor, es resistir; apretar los dientes; dejar de ser esclavo. El blues es que la música siga sonando aunque al día siguiente se acabe el mundo. Incluso aunque el mundo se acabe hoy mismo. Cómo va a morir el blues, si el blues es caminar; si el blues es ser libre al fin; si el blues es luz en la oscuridad. Cómo va a morir el blues, señor, si el blues no es otra cosa que vivir…

Yo he visto a Robert Johnson ¿sabe? No soy más que un viejo músico de blues. Tal vez demasiado viejo. Tal vez haya tomado demasiado durante una vida demasiado dura. Tal vez al final también me haya vuelto loco, como Son House, como tantos otros… Pero yo he visto a Robert Johnson. Quiero decir, después de 1938. Varias veces: tocando en algún bar de mala muerte; o de polizón en algún tren hacia ninguna parte; o vagabundeando por las calles de pueblos cuyos nombres ya ni recuerdo… Estaba cambiado, casi irreconocible, pero era él, ¿sabe? Lo supe por sus ojos. Y cuando comenzaba a cantar. Entonces no había duda posible. Él me reconoció, por supuesto, mirándome con esa sonrisa que siempre tuvo, esa expresión suya de estar más allá de todo, de ser indestructible.

Se lo conté a algunos de los chicos, pero nunca me hicieron mucho caso, se reían con una risita nerviosa, o cambiaban de tema, o se enfurecían conmigo… Hasta me dejaron de llamar para los conciertos, así que dejé de decir que había visto a Robert Johnson, y todos se calmaron, pero en el fondo creo que ellos también lo sabían, que siempre lo supieron, pero les daba miedo, o vergüenza, porque no quisieron o no pudieron cruzar la línea, no pudieron llegar hasta donde él había llegado… Y ¿sabe? cuando les decía que había visto a Robert Johnson la mayoría ponía la misma cara de pánico que usted tiene ahora…

Pero no me haga mucho caso… No soy más que un viejo músico de blues, y ya no sé ni qué me digo…  ¿Me invitaría a otro trago? Gracias.

Y volviendo a su pregunta, sí, escuché eso de que Robert Johnson había muerto allá por otoño del ‘38.  Pero, sinceramente, tengo mis dudas…

En este miércoles 8 de febrero los perpetradores de este proyecto de agitación mental que es La música es la clave, esto es, Andrés Papousek en la parte técnica y un servidor, Adrián Bernal, al guión y al micrófono, nos encontramos livianos y felices ambos por una reciente venta de nuestras respectivas almas a un señor vestido de azul que casualmente pasaba por la Cuarta Pared del Centro Cultural de España en Tegucigalpa (a cambio de favores varios que no vienen al caso…), y, sobre todo, estamos livianos y felices por contar en el estudio de la CCET Radio con la presencia de otra panda de desalmados: Memo Rosales, a la guitarra; Foncho Ramos, al bajo; y Aarón Escoto a la batería. Royal Blues.

¡Bienvenid@s!